El asesinato

A Ainoa


Un día más me encontraba frente a él, escuchando cómo denigraba a cada una de las mujeres que nos encontrábamos frente a él. Nos miraba con lujuria, como si fuésemos objetos a los que conquistar y poner en su repisa de trofeos, en vez de mentes inquietas, ansiosas por aprender. Mil veces me había preguntado cómo era posible que aquel hombre siguiese conservando su plaza como profesor universitario, cómo era posible que la hubiese conseguido algún día cuando había demostrado día tras día que no tenía la menor idea de la materia que debía enseñarnos. 

- Señorita Fernández, haga el favor de salir a leer

Me levanté de mi asiento de la última fila y me dirigí al estrado con resignación, asqueada por tener que estar a su lado. Situé el libro sobre el atril y comencé a leer aquel cuento que hablaba de miedo y de muerte. Cuando, de repente, noté su mano en mis nalgas, estrujándolas como si tuviese derecho para ello, como si fuese lo mejor que me podría pasar aquel día y entonces... Entonces no pude reprimir más la rabia y el odio. Cogí el volumen de las obras completas y le golpeé con él en la cara, le pegué con todas las fuerzas que mi débil cuerpo me permitía mientras le gritaba lo cerdo que era. Pateé sus partes bajas y se las pisé hasta sentir que ya no servían para nada. Todo se había teñido de rojo, solo podía sentir cómo el resentimiento se iba diluyendo en su sangre que salpicaba mi cara. Ya nunca más iba a tener que soportar sus tediosas explicaciones, su ignorancia... Las futuras oleadas de estudiantes tendrían la oportunidad de llenar sus mentes con el ansiado conocimiento. Todo se tornaba cada vez más rojo. 

- Señorita Fernández, la estamos esperando

Sentí cómo mi compañera me zarandeaba y volví a la realidad. Me levanté de mi asiento de la última fila y me dirigí al estrado con resignación. 

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