Muerte viva

Sus mentes mueren en el letargo,
muere el "teenager spirit" que nos inhundó,
muere la curiosidad que mató al gato
y muere el haz de luz de la inspiración.

Miles de ojos vacíos me enfocan,
miles de luces reflejadas me alumbran
y en una tormenta de sonidos
me pierdo sin recibir respuesta, sin oír palabras.

Mueren las voces en el griterío,
mueren los abrazos en la multitud,
mueren las sonrisas en las pantallas
y mueren los sentimientos de la revolución.

Nacen autómatas con almas de ancianos,
se pierden pensamientos de larga extensión,
"like" al culto de lo perecedero,
"dislike"a lo que tanto se ensalzó,
a la palabra incómoda y pensante,
a todo lo que un día dignificó al yo.


El duelo

Todo ha ocurrido demasiado deprisa y yo necesito respuestas. No sé muy bien qué ocurrirá cuando llame a aquella puerta y me enfrente a alguien que no conozco. No sé muy bien si realmente mi coartada va a resultar verosímil o si, pese a todo, quien quiera que me abra querrá hablar conmigo. Igualmente, voy a hacerlo. 

Llamo a la puerta y espero. Puedo escuchar cómo unos pies se arrastran lastimosamente hasta que, finalmente, se detienen y aparece ante mí un hombre. Nos miramos en silencio durante unos instantes. Dudo en qué debería decirle, pese a que había pensado todo un discurso en casa. Nada vale. El hombre me mira con unos ojos vacíos, como si yo no estuviese. Tiene el pelo, rubio ceniza, alborotado y bajo sus pestañas se dibuja una sombra que contrasta con el azul de sus ojos. Sus labios agrietados arañan el aire que se escapa de su boca y que me envuelve en una atmósfera de vodka. Pienso en marcharme. Sin embargo, justo cuando va a cerrar la puerta porque aún no he sido capaz de formular una palabra, se hace el sonido. 

-Disculpe - de repente, sus ojos responden al estímulo de mi voz- quisiera hablar con usted de la señorita Friedrich. 

Me miró y, sin decir una palabra, cerró la puerta. 

Cada día, durante las dos semanas que siguieron a aquel episodio, repetí la misma rutina, con idéntico resultado hasta que, hoy, finalmente abre la puerta y se adentra en la casa. Dudo un instante, presa de la confusión y la sorpresa, pero entro. Todas las persianas están medio bajadas, por lo que la única luz que hay es la de unos enfermizos rayos de sol que penetran entre los orificios de las persianas. Al final del pasillo, el hombre está sentado esperándome. 

- Ella odiaba la luz intensa - me sobresalto al escuchar su voz ronca. 

Sopeso la opción de sentarme junto a un pequeño conejo gris que dormita en el sofá o quedarme de pie. Las piernas comienzan a temblarme levemente por los nervios, por lo que me siento. Mi peludo compañero levanta la vista hacia mí y, tras desperezarse, se acomoda en mis rodillas para volver a dormir. Sin duda, es el pequeño Fiera al que ella adora. 

-¿Por qué quieres hablar de ella? ¿Qué sabes?

- Quisiera encontrarla. Soy alumno suyo- aprovecho que mi cara no refleja mi edad para que él no descubra quién soy realmente, porque si lo hiciera, no tendría ninguna oportunidad de volver a verla. 

- No sé dónde está - su voz suena agresiva, amenazante- si lo supiera, estaría con ella- añade en un susurro. 

Con cada minuto que pasa, me siento más desanimado y me arrepiento de haber ido allí. Donde quiera que mire hay botellas vacías y ceniceros llenos. Estoy ante un hombre destrozado y me siento un miserable.

- A ella le encantaba coger a ese conejo y pasar las horas acariciándolo -comienza a decir mirando a ninguna parte-. Siempre tuve miedo de que me desplazase por él e, irónicamente, nos ha abandonado a los dos. Me encantaba y me asustaba a partes iguales su amor por todo, la forma en la que conseguía otorgar una luz que no tenía para sí misma a todo. No me malinterpretes, no quiero sonar cursi. Sin duda, lo que más me gustaba era su culo, ese enorme culo del que tanto renegaba pero, sin embargo, ahora lo que echo de menos es su forma de amarnos a esa bola de pelo y a mí, de cuidarnos. ¿Alguna vez te han abandonado, chaval? 

Pienso en lo irónico de su pregunta y tengo tentación de confesarlo todo. Solo consigo decir en un murmullo: 

- Sí. 

- No responde a mis llamadas, ni a mis mensajes, ni a mis correos... Ha desaparecido dejando únicamente al conejo y una nota con un 'No me busques'. Nunca se le dio bien expresar sus sentimientos. Nunca conseguía expresar todo lo que llevaba dentro, pese a llenar libretas enteras con la palabras. Ella fue la primera persona a la que vi llorar por llenar una libreta con palabras inútiles. 

- ¿Por qué no la busca? Si tanto la extraña, ¿por qué no vas tras ella?- comienzo a perder mi papel. 

Soy un cobarde por no hacerme yo la misma pregunta. Estoy seguro de que ella se ha ido por mi culpa y, aún así, no soy capaz de buscarla. No soy capaz de encontrarla y pedirle que vuelva. Este hombre que está frente a mí, el conejo y yo hemos sido abandonados por esa ninfa y, sin embargo, ninguno de los tres hacemos nada. Sin ella ya no somos nada. Fuimos cegados por su luz, y ahora vagamos en su mundo de sombras. Ella nos ha convertido en nada porque no ha podido soportarlo todo. El temblor de mis piernas aumenta. El conejo salta de mi regazo y se marcha. Me levanto yo también y hago amago de marcharme antes de que caiga la primera de mis lágrimas. El hombre me toma del brazo y me retiene. 

- Tú no eres un alumno - afirma, mirándome a los ojos, escudriñándome- Tú también la amas. 

Salgo corriendo. 

Recuerdo de la monotonía

Cuando me cansé de jugar con aquel capricho, sentí su ausencia. Me di cuenta de que con las prisas de echarla de mi cama, no me había puesto a echarla de mi mente. Ella se había quedado allí, silenciosa... igual de silenciosa que cuando se ponía a leer un libro entre mis piernas mientras yo veía el partido. Se quedaba completamente quieta, como si la muerte ya la hubiese rozado con sus labios helados, a excepción de sus ojos verdes, que nadaban entre las palabras de aquellas páginas de segunda mano. Quizá debí regalarle algún libro nuevo de vez en cuando.
Cada mañana, cuando me despierto, veo las pegatinas que puso en mi estantería, con paisajes de los lugares a los que queríamos ir. ¿Cuándo dejó de gustarme escucharla divagar sobre cosas que sabíamos que nunca podríamos hacer? Solía tirarme horas escuchándola embobado, soñando con ella... pero poco a poco comenzó a molestarme, con solo escuchar una sola palabra suya, me enfadaba y le gritaba que callase. Ella solo me miraba y me pedía perdón. Quizá no debería haberle gritado, debería haberle explicado mi frustración.
Ella siempre estuvo a mi lado las noches que no podía dormir, las mañanas que me daba miedo salir, las tardes en las que lo odiaba todo... Siempre fue el objetivo de todos mis enfados, la que aguantaba toda mi cólera con cariño. Me sacaba de quicio que se quedase quieta, mirando cómo le gritaba y destrozaba sus cosas, sin decirme nada, con sus ojos sujetando cada una de las lágrimas que luchaban por salir. Quizá si ella hubiese chillado también, si me hubiese parado... yo habría descubierto entonces lo que ahora sé: no me tenía miedo, solo quería que me desahogase y me refugiase en ella.
Ahora, cada vez que me enfado conmigo mismo, como entonces, la extraño. Cada vez que necesito un abrazo, un beso, una sonrisa... la extraño. Por la mañana, cuando solo me espera la botella de vodka en el cuarto, la extraño. Quiero volver a ver su sonrisa, que alegra a todo aquel que la rodea; quiero escucharla cantar y decirle que lo hace fatal mientras la abrazo y me río. ¿Cuándo dejó de importarme su sonrisa? ¿Cuándo empecé a ignorar su sonrisa para empezar a soportar los desaires de la que solo fue un capricho?
Quiero volver a verla y decirle que aunque no me había dado cuenta, aún la amo.

Tu naturaleza

Enloquezco con el aroma
de las gotas del rocío
de tu esencia pura.

Muero con el sabor
del aroma del amanecer
de tus ojos dormidos.

Renazco con el sonido
de las flores del ocaso
de tu risa escondida.

Vivo con el color
del susurro del bosque
de tu cabello rebelde.

Habito en cada rincón
de tu ecosistema,
que sostiene mi existencia.

Reencuentro

Ayer sus besos sonaban a ausencia,
sus susurros se veían tristes
y sus ojos sabían a olvido.

Ayer sus caricias eran azules,
mis cabellos teñían de lágrimas
y mis mejillas de ardor frío.

Ayer nacía el alba en su lejanía
y, sin embargo hoy, nace la luna
en su pecho sombrío.

Ocaso en la playa

Susurra el viento,
duerme el sol veraniego
en la orilla.

風のささやき、
夏の太陽が眠ります
海岸に.

La ventisca

No recuerdo la última vez que salió el sol. Creo que la última vez que sentí sus rayos calentar mi piel fue cuando apenas tenía seis años y mi padre me había llevado al bosque a buscar gamusinos. Corrí de un lado para otro, saltando entre las enormes ramas de los árboles mientras los rayos de sol se filtraban entre las hojas y él me gritaba que tenía que ser más rápida. Lo único que recuerdo de aquel día es esa sensación de calidez y su risa, entrecortando su voz que me avisaba cada vez que veía a uno de aquellos seres. Pero, al igual que los gamusinos, ahora el sol se ha convertido en un animalillo imaginario del que se le habla a los niños para despertar su imaginación. Ya han pasado muchos años de aquello y lo único que se puede ver en el cielo son esas horribles nubes negras de las que caen copos de nieve constantemente. Durante el día, son copos claros que caen muy lentamente, como queriendo acariciar nuestras cabezitas, tal y como lo hacía mi madre cuando me daba las buenas noches, antes de que nuestra relación se hiciese inexistente. Ahora solo nos gritamos y nos detestamos la una a la otra. Desde que papá murió, ya no me mira con ese brillo que antes llenaba sus ojos, solo me odia y me culpa de que él ya no esté con nosotras. 

Al principio, todo el mundo pensaba que las nevadas eran tardías por culpa del calentamiento global, pero que, a fin de cuentas, tampoco era tan raro que nevase a finales de marzo. Sin embargo, al llegar julio seguía nevando y nadie podía explicar el por qué. Todos mirábamos al cielo esperando que el frío fuese desplazado por el calor y que el sol hiciese su aparición entre los nubarrones. Aún continuamos mirando y lanzando suspiros al cielo para que eso ocurra. Al llegar septiembre, las nevadas comenzaron a hacerse más intensas por las noches. Al llegar las seis de la tarde, misteriosas espirales de aire y granizo penetraban en diversas casas y hacían desaparecer a todo aquel que anduviese por la calle y a quienes estuviesen en ellas. La primera noche, el número de habitantes de nuestro pueblo se redujo a la mitad. Nunca supimos qué pasaba con los cuerpos, qué pasaba con aquellas personas que no dejaban ningún rastro tras de sí, simplemente no las volvíamos a ver.

Rápidamente, el pánico inundó cada rincón, comenzaron a imponerse toques de queda, a buscar explicaciones a lo inexplicable. Muchos lo achacaron a un castigo divino, el apocalipsis que Dios nos enviaba para castigarnos por nuestros pecados. Otros, a una reacción de la tierra ante la contaminación, un modo de defenderse ante la insensibilidad del hombre que no cuida su propio hábitat. Comenzaron a fortificarse las casas, instalando pesadas contraventanas de hierro, cerrando cualquier abertura por la que pudiese entrar un suspiro de aire, tapando toda ventilación posible antes de que la ventisca penetrase en nuestros hogares. A las cinco y media ya las calles adquirían un aspecto fantasmal, hasta las 6 de la mañana del día siguiente. Todas las noches terminaba encerrada con ella en aquella espantosa casa, escuchando sus gritos de rencor hacia mí mientras se abrazaba a la botella de ginebra, recogiendo los cristales rotos cuando me arrojaba la botella ya vacía a la cabeza. Pero ya no lo soporto más. 

Espero a que se quede dormida. Escucho sus ronquidos y, antes de que comience de nuevo el caos, me escabullo por la puerta de atrás y me dirijo a casa de Rai. Aún faltan diez minutos para las seis. Me enciendo el cigarrillo mientras aprieto el paso. Siento que hoy hace aún más frío que de costumbre. No hay nadie a mi alrededor, solo se escucha el sonido del viento que comienza a enfurecerse y el rugir de la nieve bajo mis botas desgastadas. Al llegar a la casa, abro la puerta de atrás, a la que Rai le ha quitado los refuerzos de metal y me cuelo sin que sus padres puedan oírme. Se escucha de fondo la repetición del programa Gran Prix, supongo que lo emiten para recordarnos que hacía años existía algo completamente distinto a este infierno helado, algo a lo que llamábamos verano. Subo las escaleras silenciosamente y entro en la habitación de Rai. Está tirado en la cama, mirando al techo. Sin decirme nada, me mira. Me tiro encima de él y siento cómo me abraza. Comienza a desnudarme y a besarme. Sus manos me recorren completamente y le dan calor a toda mi piel erizada. Solo puedo sentir su tacto mientras se escucha el programa de fondo junto a las risas de sus padres. Sigue besándome, atrapándome con ese sabor suyo a tabaco, y, de pronto, me coje la cara entre sus manos y me mira fíjamente a los ojos. Me tapa la boca y se queda escuchando atentamente. No se oye nada. No se escuchan las risas roncas de sus padres, los aplausos del público del programa, la voz del presentador... 
Siento que algo golpea violentamente todo mi cuerpo, sacudiéndome. Ya no veo nada. Ya no huelo nada. Ya no saboreo nada. Ya no siento nada.